jueves, 21 de marzo de 2013

4.Día 32 de Mayo del año 1950


Horas después del incidente y ya a salvo dentro de la casa de mi amigo Larry, Alice seguía sin pronunciar palabra. La pobre se había quedado fría como un témpano por la impresión y es susto. Me pasé todo el viaje en taxi intentado que entrara en calor o que, por lo menos, dejara de tiritar. No sé lo que aquel desgraciado le había dicho o le había hecho que le había dejado impresa la marca del miedo y del hielo en sus ojos.
Cuando nos bajamos del automóvil Larry nos estaba esperando con los brazos abiertos. Bueno, para ser exactos, me estaba esperando. Le chocó el que llegara con una adolescente de dieciséis años cuando yo no tenía ni mujer ni hijos. “Más tarde me lo explicarás, mientras tanto los dos sois bien recibimos en mi morada” fue todo lo que me dijo. Sin ninguna duda, era un buen tipo en el que podía confiar, y que seguro me ayudaría en todo lo que pudiera en cuanto le contara la misión “patrocinada” por Alexandra. Allí estaba él, en la puerta de su casa con su pelo rizado negro y su postura delgada y recta que siempre le habían caracterizado. Ojos grandes, redondos y oscuros que estaban acompañados por una nariz aguileña y unos labios finos. No vislumbré en él ningún cambio, era como si lo estuviera viendo despedirse con una mano en la cubierta del barco que lo llevaría hacia Londres. Parecía que los años lo habían tratado mejor que a mi en todos los aspectos.

Sentada en un sillón con una taza de té entre las manos y con la mirada perdida entre el crepitar del fuego de la chimenea, me la encontré cuando bajé de asearme un poco. Se había lavado el pelo que ahora se veía de un rojo más intenso por el agua y que, junto a la luz grisácea que entraba por la ventana, le ofrecía a su rostro angelical un halo de guerrera que no casaban demasiado bien.
-¿Más tranquila, Alice? –le pregunté mientras me sentaba en el sillón que había frente a ella.
-¿Perdona?, no le he escuchado.
-Que si te sientes más tranquila que antes.
-Si, gracias por preguntar seño Steel –contestaba por educación porque estaba claro que no quería hablar con nadie.
-Alice, ¿qué te dijo o qué te hizo el hombre del aeropuerto? Sabes que puedes confiar en mí… -no podía aguantar más, tenía que preguntárselo o explotaría.
-Ya sé que puedo confiar en usted, pero no es nada, no se preocupe. Es que sus ojos eran demasiado fríos e inquietantes y se me han quedado grabados en la memoria. Es sólo miedo que se pasará con dos tazas más de té y un reparador sueño porque no sé si lo sabrá, pero yo no he dormido nada en el avión… ja, ja, ja.
La misma manía de su madre. Restarle importancia a todo, inclusive cuando ellas tenían más miedo que las personas que estaban a su alrededor.

No mucho más tarde estábamos terminando de cenar en el gran comedor de la casa victoriana. Verdaderamente Larry había conseguido reunir una fortuna considerable, pero el afán por el dinero lo había vuelto egoísta y calculador aunque seguía teniendo buen corazón.  La cena que nos había hecho servir no tenía palabras pero el whisky que me ofreció después en la biblioteca le superaba en creces.

-Mm, Larry voy a tener que visitarte más a menudo si me prometes que vas a guardarme cientos de botellas de este whisky –no se me ocurrió mejor manera de agradecer el trago.
-Siendo sinceros yo tampoco he probado otro whisky mejor que este, pero estoy seguro que tú no estás aquí por el whisky. ¿Qué le ha traído al gran detective Steel por estas tierras?
-Una mujer querido Larry, una mujer.
-¿Problemas de faldas? Creía que ya habías dejado atrás esos menesteres Peter, y más teniendo una hija así de guapa.
-No te embales Larry que el asusto no va por ahí. Hace como tres días esa chiquilla apareció en la puerta de mi oficina con un sobre firmado por su madre aparentemente muerta, dando la casualidad que la madre en cuestión no es otra que Alexandra.

Los ojos de Larry, ya grandes de por sí, se abrieron todavía más. Su cara reflejaba el asombro y la incertidumbre que el nombre y la persona de Alexandra llevaba consigo. Minutos después, junto a varias copas más Larry ya sabía todo lo sucedido, incluido la pelea en el aeropuerto. Nos quedamos allí, en aquella biblioteca inmensa y con librerías que empezaban en el suelo y terminaban en el techo horas, conversando y poniéndonos al día. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto aquella cara tan familiar.

La noche y sus estrellas dieron paso a un espléndido día que según los sirvientes de la casa era extraño para esa época. El sol radiante que lucía en el cielo no quitaba que el aire que soplaba fuera frío y cortante. Me había levantado temprano tanto que ni el propio dueño de la casa estaba en pie, lo que me permitió conocer a los pocos empleados que también habían dejado las sábanas y los sueños.
Un viaje de expedición por la casa me llevó hasta la cocina y menos mal porque mi estómago estaba empezando a rugir. El ama de llaves, una mujer gruesa, bajita y de avanzada edad que yo conocía como  la señora Thompson, entraba en la cocina cuando me disponía a buscar un poco de café y un par de galletas para desayunar. La pobre no se esperaba que hubiera nadie dentro y se llevó un buen susto. Se disculpó por el grito y me preguntó qué quería para desayunar para que me pudiera ir al comedor. Parecía avergonzada y no entendía muy bien por qué. Al final sólo le pedí un café bien cargado para que me quitara del todo la leve neblina que todavía quedaba en mi cabeza por el sueño. Saliendo por la puerta me tropecé con un muchacho de la edad de Alice, alto, musculado y con unos ojos negros enmarcados en una cara redonda rodeada de un pelo rizado y negro que hacía juego con sus ojos y que llevaba en brazos una caja llena de verduras y frutas variadas. Resultó ser el nieto huérfano de la señora Thompson y que desde hacía un par de meses trabajaba también para Larry. Un chico que según su abuela “era listo como el hambre” y que para Larry se había convertido como un hermano. Un chico que se había hecho un sitio en su corazón al igual que Alice en el mío.
Para cuando llegué al comedor Alice ya estaba allí, junto a Larry, sentados en la larga mesa central esperando ansiadamente el desayuno.

-Peter, por fin apareces. Siéntate, estaba hablando con Alice sobre la visita que os he organizado por la ciudad pero antes tenéis que comer algo, ¡señora Thompson, el desayuno! –gritó Larry.
-¿Visita guiada? –pregunté mientras me sentaba frente a Alice- creía que nos íbamos a poner con el asunto de la llave cuanto antes.
-Bueno sí, eso es muy importante pero podríamos tomarnos un día libre, ¿te parece bien, Peter?
¿Peter? Me sonó como si dentro de mí cayera una losa de mármol pesada y gruesa. Acababa de llamarme Peter, aunque bueno tampoco había que darle mucha importancia, ¿no? Eso significaba que la confianza estaba creciendo entre nosotros.

-Bueno, supongo que para buscar lo que abre esa llave tendremos que conocer bien Londres. Está bien, tendremos un día libre.
-¡Oh, gracias Peter! –dijo Alice mientras se levantaba para darme un abrazo que también me pilló por sorpresa. Por mucho que yo la tratara como una adulta seguía siendo una niña todavía.

Entonces se abrió la puerta pero no entró la señora Thompson con el desayuno, sino su nieto lo que hizo que Alice se apartara rápidamente de mí y volviera a su sitio. Un comportamiento extraño tratándose de una chica a la que le da igual llamar la atención. Un comportamiento extraño tratándose de la chica que hizo que todo el avión se enterara que una azafata me sonreía.

-Señora Thompson no, Albert, su nieto. Creo que no me parezco tanto a mi abuela como para que me confundas Larry, por lo menos tengo entendido que mi cuerpo es mucho mejor que el de ella –cuando terminó de alabar su “escultural” cuerpo posó sus ojos en los de Alice y no me gustó para nada el brillo que vi en ellos. Pero todavía me gustó menos que se acercara a ella y que ni reparara en mi – Oh, Larry, no has dicho que teníamos visita. Soy Albert Thompson, ¿y la señorita es…? – dijo mientras le besaba la mano como un educado caballero.
-Alice Ryan –dijo Alice mientras aparecía en su rostro una pequeña sonrisa que dio brillo a sus ojos, un brillo que hacía días que no había visto.
-Un gusto conocerla, Alice Ryan.
-El gusto es mío señor Thompson.
-Oh, no. Por favor llámeme Albert –pícaro muchacho. Se notaba que había aprendido del viejo Larry.
-Albert, no es la única compañía que tenemos. Te presento al señor Steel, un viejo amigo mío que estará durante un tiempo viviendo aquí, junto a su amiga Alice –por fin alguien me presentaba y hacía volver al muchacho de entre las nubes que estuviera.
-Perdón señor Steel. Un placer conocerle a usted también.
Un gesto afirmativo, eso fue lo único que Albert recibió. No estaba de ánimo como para regalarle unas palabras, la verdad era que los celos me estaban comiendo por dentro y yo sabía de donde venían esos celos. Cada vez que veía a Alice era como si se me clavara un pequeño puñal en el pecho abanderado con el recuerdo de Alexandra. Hacía mucho que no pensaba en ella, no de esta manera. La echaba de menos y aquella niña me hacía venir tantos momentos con su madre que estaba haciendo que cada vez aflorara en mí un sentimiento de cariño, fraternidad y protección. No quería que le hicieran daño y por esa misma razón no me gustaba el brillo de sus ojos cuando vio a Albert. Sabía que le gustaba al igual que al muchacho le había gustado Alice pero sólo el tiempo nos diría como iba a terminar aquella relación. Y esperaba que por el bien de Albert no le rompiera el corazón a Alice porque sino tendría que aprender a correr, y bien rápido.